Jesucristo fue, sin duda, uno de los hombres de la Antigüedad que se percató de su propia divinidad aunque, claro, no fue el único. Sin embargo, sí que ha sido uno de los que más repercusión ha tenido en la historia posterior. El cristianismo es una manifestación de la cultura humana que ha sabido comunicar la Gran Verdad: “Ama a Dios sobre todas las cosas (es decir, ámate a ti mismo sobre todas las cosas, o, lo mismo es decir, ama a la Realidad sobre todas las cosas) y al prójimo como a ti mismo (ya que el prójimo también es Dios, también es Haber autoconsciente)”.
Sin embargo, el Cristianismo tal y como se nos presenta hoy, no es fiel heredero de esta doctrina, sino que, justo al contrario, reniega de ella. Basándose en la Biblia de los creyentes (no en esta “de los agnósticos”, por supuesto) parte de unas “historias” o narraciones antiguo-testamentarias de todo punto contradictorias con el mensaje que, entre otros grandes hombres-dioses, nos legó Jesucristo: Ama a Dios, o sea, al Haber, o sea, a ti mismo.
Y es que parece que “la madre de todas las historias”, la historia del mundo, comenzó con el destierro del ángel preferido de Dios, el Ángel de la Luz, también denominado “Lucifer” (del latín lux-lucis = luz y fero, (fers, ferre, tuli, latum)= llevar): el Ángel que lleva la luz. ¿De qué luz se trataría? No, por supuesto, de una vil antorcha que debiera iluminar el infinito hogar celestial, sino de una luz mucho más luminosa y digna: la luz de la razón, la luz de la auto-conciencia. Lucifer, pues, tal y como cuenta la Biblia de los creyentes, sería el Ángel Ilustrado.
Pues bien, Dios (el falso Dios de los cristianos actuales) parece ser que detestaba tener a su lado a alguien que utilizara su razón, alguien no sometido a la dictadura de un mono-arché o monarca, alguien, se dice, soberbio. Y por ese tremendo pecado, el de querer ser sí mismo, vivir por sí mismo, pensar por sí mismo, ese Dios lo desterró para siempre y lo condenó a las profundidades de la existencia y al desprecio de todo ser viviente. Ese Dios despreció a la razón y, por ese mismo motivo, Jesucristo debió despreciar a ese Dios.
En el fondo, un verdadero seguidor de la “palabra” (logos) de Jesucristo debería apreciar más al personaje Ilustrado de dicha “historia” que al airado monarca.
Es más, continúa el Antiguo Testamento: una vez que Dios creó al hombre (a su imagen y semejanza) y a la mujer (de una vil costilla masculina), les prohibió comer del árbol de la sabiduría, del Bien y del Mal, esto es, les prohibió alcanzar la razón, la auto-conciencia con la que habrían podido llegar a saberse ellos mismos dioses e igualarse con ese Dios egoísta. Pero, una vez más, Lucifer “tentó” al hombre (mejor dicho, a la mujer, más maleable y caprichosa a los ojos del cristianismo errado) y le conminó a comer del árbol de la sabiduría. Eva lo hizo, cuenta la leyenda, y, no teniendo suficiente, le ofreció pecar a Adán. Adán también pecó. Y ambos se supieron existentes, se vieron a sí mismos (autoconciencia) y se igualaron a dios.
Por el mismo pecado de soberbia, ese Dios, autoritario impasible, los condenó a sufrir, a trabajar, a morir... y condenó a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, pues Dios sabía que toda la estirpe humana, desde aquel mismo instante sería tan poderosa como él mismo. Dios sabía que todos los seres humanos nacerían con esa mancha: la divinidad. El pecado original, cristianamente hablando, trascendentalmente hablando, no es un pecado, sino una virtud: nuestra virtud original: el sabernos vivos, el sabernos dioses y, desgraciadamente aparejado a ello, el sabernos mortales.
Lo que ocurrió es que, salvando el pequeño detalle de la falsedad de los textos de esa Biblia de los creyentes, sólo algunos hombres han conocido el linaje divino al que pertenecen. Y uno de esos pocos fue Jesucristo, quien, siendo coherente con su propio descubrimiento, no pudo adorar a ningún ídolo más que a sí mismo y al resto de la Realidad-Humanidad. De todos modos, de haber adorado a alguien ¿a quién si no a Lucifer lo habría hecho?
Sin embargo, el Cristianismo tal y como se nos presenta hoy, no es fiel heredero de esta doctrina, sino que, justo al contrario, reniega de ella. Basándose en la Biblia de los creyentes (no en esta “de los agnósticos”, por supuesto) parte de unas “historias” o narraciones antiguo-testamentarias de todo punto contradictorias con el mensaje que, entre otros grandes hombres-dioses, nos legó Jesucristo: Ama a Dios, o sea, al Haber, o sea, a ti mismo.
Y es que parece que “la madre de todas las historias”, la historia del mundo, comenzó con el destierro del ángel preferido de Dios, el Ángel de la Luz, también denominado “Lucifer” (del latín lux-lucis = luz y fero, (fers, ferre, tuli, latum)= llevar): el Ángel que lleva la luz. ¿De qué luz se trataría? No, por supuesto, de una vil antorcha que debiera iluminar el infinito hogar celestial, sino de una luz mucho más luminosa y digna: la luz de la razón, la luz de la auto-conciencia. Lucifer, pues, tal y como cuenta la Biblia de los creyentes, sería el Ángel Ilustrado.
Pues bien, Dios (el falso Dios de los cristianos actuales) parece ser que detestaba tener a su lado a alguien que utilizara su razón, alguien no sometido a la dictadura de un mono-arché o monarca, alguien, se dice, soberbio. Y por ese tremendo pecado, el de querer ser sí mismo, vivir por sí mismo, pensar por sí mismo, ese Dios lo desterró para siempre y lo condenó a las profundidades de la existencia y al desprecio de todo ser viviente. Ese Dios despreció a la razón y, por ese mismo motivo, Jesucristo debió despreciar a ese Dios.
En el fondo, un verdadero seguidor de la “palabra” (logos) de Jesucristo debería apreciar más al personaje Ilustrado de dicha “historia” que al airado monarca.
Es más, continúa el Antiguo Testamento: una vez que Dios creó al hombre (a su imagen y semejanza) y a la mujer (de una vil costilla masculina), les prohibió comer del árbol de la sabiduría, del Bien y del Mal, esto es, les prohibió alcanzar la razón, la auto-conciencia con la que habrían podido llegar a saberse ellos mismos dioses e igualarse con ese Dios egoísta. Pero, una vez más, Lucifer “tentó” al hombre (mejor dicho, a la mujer, más maleable y caprichosa a los ojos del cristianismo errado) y le conminó a comer del árbol de la sabiduría. Eva lo hizo, cuenta la leyenda, y, no teniendo suficiente, le ofreció pecar a Adán. Adán también pecó. Y ambos se supieron existentes, se vieron a sí mismos (autoconciencia) y se igualaron a dios.
Por el mismo pecado de soberbia, ese Dios, autoritario impasible, los condenó a sufrir, a trabajar, a morir... y condenó a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, pues Dios sabía que toda la estirpe humana, desde aquel mismo instante sería tan poderosa como él mismo. Dios sabía que todos los seres humanos nacerían con esa mancha: la divinidad. El pecado original, cristianamente hablando, trascendentalmente hablando, no es un pecado, sino una virtud: nuestra virtud original: el sabernos vivos, el sabernos dioses y, desgraciadamente aparejado a ello, el sabernos mortales.
Lo que ocurrió es que, salvando el pequeño detalle de la falsedad de los textos de esa Biblia de los creyentes, sólo algunos hombres han conocido el linaje divino al que pertenecen. Y uno de esos pocos fue Jesucristo, quien, siendo coherente con su propio descubrimiento, no pudo adorar a ningún ídolo más que a sí mismo y al resto de la Realidad-Humanidad. De todos modos, de haber adorado a alguien ¿a quién si no a Lucifer lo habría hecho?