miércoles, 7 de febrero de 2007

JESUCRISTO DEBIÓ DE HABER SIDO SATÁNICO

Jesucristo fue, sin duda, uno de los hombres de la Antigüedad que se percató de su propia divinidad aunque, claro, no fue el único. Sin embargo, sí que ha sido uno de los que más repercusión ha tenido en la historia posterior. El cristianismo es una manifestación de la cultura humana que ha sabido comunicar la Gran Verdad: “Ama a Dios sobre todas las cosas (es decir, ámate a ti mismo sobre todas las cosas, o, lo mismo es decir, ama a la Realidad sobre todas las cosas) y al prójimo como a ti mismo (ya que el prójimo también es Dios, también es Haber autoconsciente)”.
Sin embargo, el Cristianismo tal y como se nos presenta hoy, no es fiel heredero de esta doctrina, sino que, justo al contrario, reniega de ella. Basándose en la Biblia de los creyentes (no en esta “de los agnósticos”, por supuesto) parte de unas “historias” o narraciones antiguo-testamentarias de todo punto contradictorias con el mensaje que, entre otros grandes hombres-dioses, nos legó Jesucristo: Ama a Dios, o sea, al Haber, o sea, a ti mismo.
Y es que parece que “la madre de todas las historias”, la historia del mundo, comenzó con el destierro del ángel preferido de Dios, el Ángel de la Luz, también denominado “Lucifer” (del latín lux-lucis = luz y fero, (fers, ferre, tuli, latum)= llevar): el Ángel que lleva la luz. ¿De qué luz se trataría? No, por supuesto, de una vil antorcha que debiera iluminar el infinito hogar celestial, sino de una luz mucho más luminosa y digna: la luz de la razón, la luz de la auto-conciencia. Lucifer, pues, tal y como cuenta la Biblia de los creyentes, sería el Ángel Ilustrado.
Pues bien, Dios (el falso Dios de los cristianos actuales) parece ser que detestaba tener a su lado a alguien que utilizara su razón, alguien no sometido a la dictadura de un mono-arché o monarca, alguien, se dice, soberbio. Y por ese tremendo pecado, el de querer ser sí mismo, vivir por sí mismo, pensar por sí mismo, ese Dios lo desterró para siempre y lo condenó a las profundidades de la existencia y al desprecio de todo ser viviente. Ese Dios despreció a la razón y, por ese mismo motivo, Jesucristo debió despreciar a ese Dios.
En el fondo, un verdadero seguidor de la “palabra” (logos) de Jesucristo debería apreciar más al personaje Ilustrado de dicha “historia” que al airado monarca.
Es más, continúa el Antiguo Testamento: una vez que Dios creó al hombre (a su imagen y semejanza) y a la mujer (de una vil costilla masculina), les prohibió comer del árbol de la sabiduría, del Bien y del Mal, esto es, les prohibió alcanzar la razón, la auto-conciencia con la que habrían podido llegar a saberse ellos mismos dioses e igualarse con ese Dios egoísta. Pero, una vez más, Lucifer “tentó” al hombre (mejor dicho, a la mujer, más maleable y caprichosa a los ojos del cristianismo errado) y le conminó a comer del árbol de la sabiduría. Eva lo hizo, cuenta la leyenda, y, no teniendo suficiente, le ofreció pecar a Adán. Adán también pecó. Y ambos se supieron existentes, se vieron a sí mismos (autoconciencia) y se igualaron a dios.
Por el mismo pecado de soberbia, ese Dios, autoritario impasible, los condenó a sufrir, a trabajar, a morir... y condenó a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, pues Dios sabía que toda la estirpe humana, desde aquel mismo instante sería tan poderosa como él mismo. Dios sabía que todos los seres humanos nacerían con esa mancha: la divinidad. El pecado original, cristianamente hablando, trascendentalmente hablando, no es un pecado, sino una virtud: nuestra virtud original: el sabernos vivos, el sabernos dioses y, desgraciadamente aparejado a ello, el sabernos mortales.
Lo que ocurrió es que, salvando el pequeño detalle de la falsedad de los textos de esa Biblia de los creyentes, sólo algunos hombres han conocido el linaje divino al que pertenecen. Y uno de esos pocos fue Jesucristo, quien, siendo coherente con su propio descubrimiento, no pudo adorar a ningún ídolo más que a sí mismo y al resto de la Realidad-Humanidad. De todos modos, de haber adorado a alguien ¿a quién si no a Lucifer lo habría hecho?

lunes, 5 de febrero de 2007

EL VERBO SE HIZO CARNE O LA VERDADERA NAVIDAD.

Como hemos visto, lo que en el comienzo era un “logos” vacío de contenido, a través del despliegue del Haber en las múltiples dimensiones de lo real, se ha ido realizando progresivamente hasta que, en algunos casos de máxima clarividencia, ha alcanzado una cierta plenitud: la autoconciencia del Haber a través de cada uno de nosotros cuando adoptamos una actitud especial (en fenomenología la denominamos “actitud trascendental”).
El Haber, a través de un acoplamiento asexuado, ha hecho posible que su grandeza se haga “hombre”, esto es, “autoconsciente”. Es la propia realidad la que, impulsada por la inmensa fuerza que le permitió irrumpir desde la no-existencia al existir, ha conseguido transmutarse en realidad-humana dando así origen a la expresión concreta del Haber: el ser humano. Podríamos decir que el Todo se ha hecho hombre, “Dios” ha nacido.
Aquel día comenzó la verdadera historia del Haber; lo real salió de la pre-historia, de su propia minoría de edad, y, desde entonces, “Dios” habita entre nosotros; es más, “Dios” somos nosotros.
La tradición cristiana, como Hegel ya apuntó, es una tradición absoluta, certera, pero al nivel de la representación. Es un atisbo serio aunque parcial de la grandeza del Haber, pues no es capaz de captar plenamente la revelación que la filosofía supone. Jesucristo no es más que un ejemplo arquetípico de la divinidad de lo humano. Él fue uno de los pocos seres humanos que se atrevió a decir que él era el hijo de Dios o, más aún, Dios mismo. Tenía plenamente razón; pero no sólo él lo era. Todos lo somos. La filosofía supone, cuando se alcanza la actitud trascendental de la que hablábamos más arriba, la aceptación de que con el primer ser humano (con la primera autoconciencia) nació Dios, y con el primer ser humano capaz de alcanzar la actitud trascendental (y saberse Dios mismo, el Haber mismo) Dios alcanzó la mayoría de edad.
El Cristianismo (y otras religiones, claro) abre una rendija; la filosofía trascendental da una patada en la puerta y nos ofrece la verdad: ¡somos dioses! Debemos celebrar, no sólo la Natividad de Dios, sino su puesta de largo. ¡Somos dioses y lo sabemos!
Y debe ser precisamente en las fechas de la Navidad tradicional (a finales de diciembre) cuando celebremos la auténtica y verdadera “Navidad Trascendental”, porque es en esa época cuando, igual que hacían en el Imperio Romano, los días comienzan a alargarse, y el Sol comienza a dar, día a día, más luz. En Navidad comienza el reino de la luz y, como veremos en el próximo artículo, es la luz, el reino de la luz el que nos pertenece y el que ha surgido con la Natividad Divina.

viernes, 2 de febrero de 2007

EL UNO, O SEA, DIOS, O SEA, YO.

  1. La fuerza intrínseca del Haber, aquella que, estando en todo lo real, hizo posible la irrupción del mundo frente a la imposible nada, -decíamos-, se abre camino a lo largo del espacio-tiempo dotando a lo real, a cada paso, de nuevas dimensiones de existencia. De modo que, como un río de lava ardiente, va avanzando hacia novedosas formas de existencia cada vez más complejas y completas. Así apareció la vida, y la conciencia humana... Pero con ello el Haber aún no se ha desarrollado plenamente (quizá nunca lo haga, pues hacerlo significaría la quietud, la ausencia de tiempo, la anulación misma del Haber). Lo que sí sabemos es que, al menos en nuestro análisis, falta un paso fundamental por describir: la propia autopercepción del Haber, la conciencia que el propio Haber tiene de sí mismo como Haber.
  2. Hasta ahora, los seres humanos, como conciencias que son, saben de su propia existencia individual, pero piensan (y no están del todo equivocados) que son unos individuos independientes de o ajenos al resto de lo real. Se sienten como “yo mismo frente a lo que no soy yo”, “alter” del mundo físico circundante.
    Sin embargo, esta Biblia, se hace eco de los caminos que los grandes profetas del pensamiento racional nos han brindado para alcanzar un estadio de comprensión mayor sobre la realidad y llegar a la que, por el momento, es la suprema sabiduría: conocer la última dimensión a la que el Haber ha llegado. Resulta que los individuos, por muy ajenos, independientes o “alter” que se sientan unos de otros o respecto del resto de la realidad, no son, en el fondo, más que eso, realidades. Del mismo modo que los dedos que ahora están tecleando estas palabras no son independientes, sino que están indisolublemente unidos al resto de mi ser de modo que no son ellos los que piensan estas ideas, ni mi cerebro el que las escribe sino que soy “yo” quien lo hace, del mismo modo, digo, no es el individuo un ser aparte del resto de la realidad, sino que no es más que un trozo de esa realidad que tiene ante sí y de la que no puede separarse por mucho esfuerzo que haga o por muy distinto que se sienta.
    Cada uno de nosotros, igual que poseemos átomos que pertenecen a la realidad, que constituyen ellos mismo la realidad, también somos parte de la realidad. Así como cuando algo me pincha en la mano, además de dolerme “la mano”, soy yo y no exactamente la mano el que siente el dolor, del mismo modo, cuando un ser humano es consciente de su propia existencia, cuando sabe de su vida y de su muerte, cuando, en definitiva, conoce el Haber y la imposibilidad de la nada, en ese instante, no es exclusivamente él quien está siendo consciente de tales cosas, sino que es la realidad misma, de la que él es parte indisoluble, quien está percatándose de ello. Cada cual no es en el fondo sino una especie de tentáculo tendido por la realidad en este desarrollo espacio-temporal para abrir dimensiones nuevas. Lo que ocurre es que, en el caso del ser humano, nosotros hemos sido los tentáculos que han captado mucho más que simples sensaciones de otras realidades, sino que nos hemos captado a nosotros mismos y, con ello, es la realidad completa la que se ha captado, a través de nosotros (sus órganos de percepción), a sí misma.
    Desde la existencia del primer ser autoconsciente, el Haber ha sabido de la existencia del Haber, pero dicho conocimiento no era pleno. Y es que el Haber no tiene otro modo de saber de sí mismo y de lo demás si no es a través de sus tentáculos humanos. De esta manera, el propio avance del conocimiento humano es el camino que el Haber tiene de avanzar en sus propios conocimientos pues estos en nada se diferencian de los conocimientos humanos. Por tanto, hasta que el ser humano no se percate de que es él quien aporta la autoconciencia a la realidad, no será el Haber plenamente consciente de su propia realidad.
  3. Así llegamos al punto álgido del pensamiento humano: nos hacemos conscientes de la importancia de nuestra propia autoconciencia para el universo entero. Somos nosotros quienes aportamos a lo real una visión de sí mismo. Lo real, el Haber, es Uno; es un Todo en despliegue permanente del que nosotros formamos parte y somos el órgano de autopercepción que dicho todo posee. Yo, cuando pienso, soy el Todo que está pensando. Del mismo modo, Tú también lo eres. Todos somos una perspectiva que la realidad tiene de sí misma. Controlamos con nuestro pensamiento el pensamiento del Todo. Todos nosotros somos, sin paliativos, sin metáforas, sin excepción, DIOS mismo.