Como hemos visto, lo que en el comienzo era un “logos” vacío de contenido, a través del despliegue del Haber en las múltiples dimensiones de lo real, se ha ido realizando progresivamente hasta que, en algunos casos de máxima clarividencia, ha alcanzado una cierta plenitud: la autoconciencia del Haber a través de cada uno de nosotros cuando adoptamos una actitud especial (en fenomenología la denominamos “actitud trascendental”).
El Haber, a través de un acoplamiento asexuado, ha hecho posible que su grandeza se haga “hombre”, esto es, “autoconsciente”. Es la propia realidad la que, impulsada por la inmensa fuerza que le permitió irrumpir desde la no-existencia al existir, ha conseguido transmutarse en realidad-humana dando así origen a la expresión concreta del Haber: el ser humano. Podríamos decir que el Todo se ha hecho hombre, “Dios” ha nacido.
Aquel día comenzó la verdadera historia del Haber; lo real salió de la pre-historia, de su propia minoría de edad, y, desde entonces, “Dios” habita entre nosotros; es más, “Dios” somos nosotros.
La tradición cristiana, como Hegel ya apuntó, es una tradición absoluta, certera, pero al nivel de la representación. Es un atisbo serio aunque parcial de la grandeza del Haber, pues no es capaz de captar plenamente la revelación que la filosofía supone. Jesucristo no es más que un ejemplo arquetípico de la divinidad de lo humano. Él fue uno de los pocos seres humanos que se atrevió a decir que él era el hijo de Dios o, más aún, Dios mismo. Tenía plenamente razón; pero no sólo él lo era. Todos lo somos. La filosofía supone, cuando se alcanza la actitud trascendental de la que hablábamos más arriba, la aceptación de que con el primer ser humano (con la primera autoconciencia) nació Dios, y con el primer ser humano capaz de alcanzar la actitud trascendental (y saberse Dios mismo, el Haber mismo) Dios alcanzó la mayoría de edad.
El Cristianismo (y otras religiones, claro) abre una rendija; la filosofía trascendental da una patada en la puerta y nos ofrece la verdad: ¡somos dioses! Debemos celebrar, no sólo la Natividad de Dios, sino su puesta de largo. ¡Somos dioses y lo sabemos!
Y debe ser precisamente en las fechas de la Navidad tradicional (a finales de diciembre) cuando celebremos la auténtica y verdadera “Navidad Trascendental”, porque es en esa época cuando, igual que hacían en el Imperio Romano, los días comienzan a alargarse, y el Sol comienza a dar, día a día, más luz. En Navidad comienza el reino de la luz y, como veremos en el próximo artículo, es la luz, el reino de la luz el que nos pertenece y el que ha surgido con la Natividad Divina.
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1 comentario:
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