viernes, 6 de abril de 2007

LOS PROFETAS (I)

Uno de los primeros profetas que trajeron la palabra del HABER a nuestro nivel humano-cotidiano fue PARMÉNIDES. Él nos trajo la verdad básica y fundamental, la verdad raíz de todas las demás verdades, y lo hizo ajustando dicha verdad al nivel de la razón.


Según dice el propio Parménides, unas yeguas aladas le llevaron en un carro guiado por las helíades a las puertas que separan el día de la noche y allí, una vez atravesadas, fue conducido ante la presencia de la diosa justicia. No con poco esfuerzo, consiguió que la diosa le revelara la verdad.


No es este, por supuesto, un relato fidedigno de lo que nuestro primer profeta experimentó al alcanzar la verdad que luego nos transmitió. Su experiencia, siendo muy cercana a la experiencia de los místicos (y por ello nos la narra en ese tono tan metafóricamente religioso), fue una experiencia puramente racional. El ascenso en el carro indica la separación de lo puramente terrenal, o sensitivo que es necesario para alcanzar una perspectiva que podríamos denominar “trascendental”. Desde un punto de vista abstracto y general (como cuando vemos algo desde una distancia suficientemente lejana como para no percibir sus pequeños detalles) aprehendemos su ser como un todo, nos percatamos de su estructura general. Pero si, por el contrario, nos acercamos a la realidad excesivamente de cerca, no comprenderemos más que fracciones y parcialidades que, independientemente unas de otras, nada nos dirán del todo al que pertenecen. No podríamos conocer lo que nos rodea tal y como lo conocemos si nuestra visión fuese tan minuciosa como un microscopio, no veríamos cosas a nuestro alrededor, sólo átomos, células, partículas.

Pues bien, Parménides se alejó del mundo “místicamente” para, desde las alturas, cubiertos sus ojos con velos, en el reino de la noche, no poder ver las particularidades de la realidad a la que nuestros cuerpos cotidianos pertenecen y así recibir de los labios de la diosa (la DIOSA “RAZÓN”) la revelación básica de nuestra biblia: QUE ES.
Pero la diosa no sólo le informó de la verdad, sino que también le ofreció los conocimientos falsos que la mayoría de los mortales cree sin poder demostrar su verdad. Le ofreció “tanto el corazón imperturbable de la persuasiva verdad como las opiniones de los mortales, en las cuales no hay creencia verdadera” (B2. vv. 3-6)

Cuando, desde la perspectiva de los mortales comunes que somos vemos la realidad, creemos que todo cambia, que todo es múltiple, que lo que hoy existe mañana no lo hará, que nada permanece. Pero esto no es más que un fragmento de lo real, una apariencia fruto de la observación parcial de lo real. Visto desde la perspectiva trascendente a la que podemos llegar con Parménides nos daremos cuenta que “los mortales que nada saben yerran, bicéfalos, porque la inhabilidad en sus pechos dirige su mente errante. Son arrastrados, sordos y ciegos a la vez, estupefactos, una horda sin discernimiento, que considera al ser y no ser lo mismo y no lo mismo” (B6. vv. 4-9)

Y la diosa le recomienda a nuestro profeta: “Tú, empero, de esta vía de investigación aparta el pensamiento y que el hábito inveterado no te fuerce a dirigir por esta vía el ojo sin meta, el oído zumbante y la lengua” (B7, vv. 2-5)

¿Cuál es, pues, la revelación que la diosa “razón” hace a nuestro maestro y predecesor? Que es, que la realidad es, que no puede no ser, que todo lo que es lo es eternamente. Nos aclara el GÉNESIS que fue expuesto al principio de nuestra Biblia. Y lo hace con estas palabras:
“Solo un relato de una vía queda aún: que es. En ella hay muchísimos signos: que siendo ingénito es también imperecedero, total, único, inconmovible y completo”. (B8. vv. 1-4)

Recordemos nuestras palabras: el Ser, el Haber, siendo uno, es múltiple. Esto último queda en un segundo plano para Parménides pues él lo que quiere es hacer hincapié en la unidad del ser, en su absoluta independencia de todo ente creador o destructor posible, es más, en la imposibilidad de la existencia de ente alguno exterior a dicho Ser-Haber. Pues ¿Qué podría haber fuera de lo que hay, esto es, fuera del Haber? ¿Qué podría Ser fuera del Ser, de lo Que ES?

Por consiguiente, ningún dios extra-mundano podría (pues la diosa “razón” no lo permitiría) existir fuera del Haber que todo lo envuelve, ni, por tanto, a ningún dios le debemos nuestra propia existencia, nuestro propio ser, nuestro habernos en el mundo.

PARMENIDES DIXIT.

miércoles, 7 de febrero de 2007

JESUCRISTO DEBIÓ DE HABER SIDO SATÁNICO

Jesucristo fue, sin duda, uno de los hombres de la Antigüedad que se percató de su propia divinidad aunque, claro, no fue el único. Sin embargo, sí que ha sido uno de los que más repercusión ha tenido en la historia posterior. El cristianismo es una manifestación de la cultura humana que ha sabido comunicar la Gran Verdad: “Ama a Dios sobre todas las cosas (es decir, ámate a ti mismo sobre todas las cosas, o, lo mismo es decir, ama a la Realidad sobre todas las cosas) y al prójimo como a ti mismo (ya que el prójimo también es Dios, también es Haber autoconsciente)”.
Sin embargo, el Cristianismo tal y como se nos presenta hoy, no es fiel heredero de esta doctrina, sino que, justo al contrario, reniega de ella. Basándose en la Biblia de los creyentes (no en esta “de los agnósticos”, por supuesto) parte de unas “historias” o narraciones antiguo-testamentarias de todo punto contradictorias con el mensaje que, entre otros grandes hombres-dioses, nos legó Jesucristo: Ama a Dios, o sea, al Haber, o sea, a ti mismo.
Y es que parece que “la madre de todas las historias”, la historia del mundo, comenzó con el destierro del ángel preferido de Dios, el Ángel de la Luz, también denominado “Lucifer” (del latín lux-lucis = luz y fero, (fers, ferre, tuli, latum)= llevar): el Ángel que lleva la luz. ¿De qué luz se trataría? No, por supuesto, de una vil antorcha que debiera iluminar el infinito hogar celestial, sino de una luz mucho más luminosa y digna: la luz de la razón, la luz de la auto-conciencia. Lucifer, pues, tal y como cuenta la Biblia de los creyentes, sería el Ángel Ilustrado.
Pues bien, Dios (el falso Dios de los cristianos actuales) parece ser que detestaba tener a su lado a alguien que utilizara su razón, alguien no sometido a la dictadura de un mono-arché o monarca, alguien, se dice, soberbio. Y por ese tremendo pecado, el de querer ser sí mismo, vivir por sí mismo, pensar por sí mismo, ese Dios lo desterró para siempre y lo condenó a las profundidades de la existencia y al desprecio de todo ser viviente. Ese Dios despreció a la razón y, por ese mismo motivo, Jesucristo debió despreciar a ese Dios.
En el fondo, un verdadero seguidor de la “palabra” (logos) de Jesucristo debería apreciar más al personaje Ilustrado de dicha “historia” que al airado monarca.
Es más, continúa el Antiguo Testamento: una vez que Dios creó al hombre (a su imagen y semejanza) y a la mujer (de una vil costilla masculina), les prohibió comer del árbol de la sabiduría, del Bien y del Mal, esto es, les prohibió alcanzar la razón, la auto-conciencia con la que habrían podido llegar a saberse ellos mismos dioses e igualarse con ese Dios egoísta. Pero, una vez más, Lucifer “tentó” al hombre (mejor dicho, a la mujer, más maleable y caprichosa a los ojos del cristianismo errado) y le conminó a comer del árbol de la sabiduría. Eva lo hizo, cuenta la leyenda, y, no teniendo suficiente, le ofreció pecar a Adán. Adán también pecó. Y ambos se supieron existentes, se vieron a sí mismos (autoconciencia) y se igualaron a dios.
Por el mismo pecado de soberbia, ese Dios, autoritario impasible, los condenó a sufrir, a trabajar, a morir... y condenó a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, pues Dios sabía que toda la estirpe humana, desde aquel mismo instante sería tan poderosa como él mismo. Dios sabía que todos los seres humanos nacerían con esa mancha: la divinidad. El pecado original, cristianamente hablando, trascendentalmente hablando, no es un pecado, sino una virtud: nuestra virtud original: el sabernos vivos, el sabernos dioses y, desgraciadamente aparejado a ello, el sabernos mortales.
Lo que ocurrió es que, salvando el pequeño detalle de la falsedad de los textos de esa Biblia de los creyentes, sólo algunos hombres han conocido el linaje divino al que pertenecen. Y uno de esos pocos fue Jesucristo, quien, siendo coherente con su propio descubrimiento, no pudo adorar a ningún ídolo más que a sí mismo y al resto de la Realidad-Humanidad. De todos modos, de haber adorado a alguien ¿a quién si no a Lucifer lo habría hecho?

lunes, 5 de febrero de 2007

EL VERBO SE HIZO CARNE O LA VERDADERA NAVIDAD.

Como hemos visto, lo que en el comienzo era un “logos” vacío de contenido, a través del despliegue del Haber en las múltiples dimensiones de lo real, se ha ido realizando progresivamente hasta que, en algunos casos de máxima clarividencia, ha alcanzado una cierta plenitud: la autoconciencia del Haber a través de cada uno de nosotros cuando adoptamos una actitud especial (en fenomenología la denominamos “actitud trascendental”).
El Haber, a través de un acoplamiento asexuado, ha hecho posible que su grandeza se haga “hombre”, esto es, “autoconsciente”. Es la propia realidad la que, impulsada por la inmensa fuerza que le permitió irrumpir desde la no-existencia al existir, ha conseguido transmutarse en realidad-humana dando así origen a la expresión concreta del Haber: el ser humano. Podríamos decir que el Todo se ha hecho hombre, “Dios” ha nacido.
Aquel día comenzó la verdadera historia del Haber; lo real salió de la pre-historia, de su propia minoría de edad, y, desde entonces, “Dios” habita entre nosotros; es más, “Dios” somos nosotros.
La tradición cristiana, como Hegel ya apuntó, es una tradición absoluta, certera, pero al nivel de la representación. Es un atisbo serio aunque parcial de la grandeza del Haber, pues no es capaz de captar plenamente la revelación que la filosofía supone. Jesucristo no es más que un ejemplo arquetípico de la divinidad de lo humano. Él fue uno de los pocos seres humanos que se atrevió a decir que él era el hijo de Dios o, más aún, Dios mismo. Tenía plenamente razón; pero no sólo él lo era. Todos lo somos. La filosofía supone, cuando se alcanza la actitud trascendental de la que hablábamos más arriba, la aceptación de que con el primer ser humano (con la primera autoconciencia) nació Dios, y con el primer ser humano capaz de alcanzar la actitud trascendental (y saberse Dios mismo, el Haber mismo) Dios alcanzó la mayoría de edad.
El Cristianismo (y otras religiones, claro) abre una rendija; la filosofía trascendental da una patada en la puerta y nos ofrece la verdad: ¡somos dioses! Debemos celebrar, no sólo la Natividad de Dios, sino su puesta de largo. ¡Somos dioses y lo sabemos!
Y debe ser precisamente en las fechas de la Navidad tradicional (a finales de diciembre) cuando celebremos la auténtica y verdadera “Navidad Trascendental”, porque es en esa época cuando, igual que hacían en el Imperio Romano, los días comienzan a alargarse, y el Sol comienza a dar, día a día, más luz. En Navidad comienza el reino de la luz y, como veremos en el próximo artículo, es la luz, el reino de la luz el que nos pertenece y el que ha surgido con la Natividad Divina.

viernes, 2 de febrero de 2007

EL UNO, O SEA, DIOS, O SEA, YO.

  1. La fuerza intrínseca del Haber, aquella que, estando en todo lo real, hizo posible la irrupción del mundo frente a la imposible nada, -decíamos-, se abre camino a lo largo del espacio-tiempo dotando a lo real, a cada paso, de nuevas dimensiones de existencia. De modo que, como un río de lava ardiente, va avanzando hacia novedosas formas de existencia cada vez más complejas y completas. Así apareció la vida, y la conciencia humana... Pero con ello el Haber aún no se ha desarrollado plenamente (quizá nunca lo haga, pues hacerlo significaría la quietud, la ausencia de tiempo, la anulación misma del Haber). Lo que sí sabemos es que, al menos en nuestro análisis, falta un paso fundamental por describir: la propia autopercepción del Haber, la conciencia que el propio Haber tiene de sí mismo como Haber.
  2. Hasta ahora, los seres humanos, como conciencias que son, saben de su propia existencia individual, pero piensan (y no están del todo equivocados) que son unos individuos independientes de o ajenos al resto de lo real. Se sienten como “yo mismo frente a lo que no soy yo”, “alter” del mundo físico circundante.
    Sin embargo, esta Biblia, se hace eco de los caminos que los grandes profetas del pensamiento racional nos han brindado para alcanzar un estadio de comprensión mayor sobre la realidad y llegar a la que, por el momento, es la suprema sabiduría: conocer la última dimensión a la que el Haber ha llegado. Resulta que los individuos, por muy ajenos, independientes o “alter” que se sientan unos de otros o respecto del resto de la realidad, no son, en el fondo, más que eso, realidades. Del mismo modo que los dedos que ahora están tecleando estas palabras no son independientes, sino que están indisolublemente unidos al resto de mi ser de modo que no son ellos los que piensan estas ideas, ni mi cerebro el que las escribe sino que soy “yo” quien lo hace, del mismo modo, digo, no es el individuo un ser aparte del resto de la realidad, sino que no es más que un trozo de esa realidad que tiene ante sí y de la que no puede separarse por mucho esfuerzo que haga o por muy distinto que se sienta.
    Cada uno de nosotros, igual que poseemos átomos que pertenecen a la realidad, que constituyen ellos mismo la realidad, también somos parte de la realidad. Así como cuando algo me pincha en la mano, además de dolerme “la mano”, soy yo y no exactamente la mano el que siente el dolor, del mismo modo, cuando un ser humano es consciente de su propia existencia, cuando sabe de su vida y de su muerte, cuando, en definitiva, conoce el Haber y la imposibilidad de la nada, en ese instante, no es exclusivamente él quien está siendo consciente de tales cosas, sino que es la realidad misma, de la que él es parte indisoluble, quien está percatándose de ello. Cada cual no es en el fondo sino una especie de tentáculo tendido por la realidad en este desarrollo espacio-temporal para abrir dimensiones nuevas. Lo que ocurre es que, en el caso del ser humano, nosotros hemos sido los tentáculos que han captado mucho más que simples sensaciones de otras realidades, sino que nos hemos captado a nosotros mismos y, con ello, es la realidad completa la que se ha captado, a través de nosotros (sus órganos de percepción), a sí misma.
    Desde la existencia del primer ser autoconsciente, el Haber ha sabido de la existencia del Haber, pero dicho conocimiento no era pleno. Y es que el Haber no tiene otro modo de saber de sí mismo y de lo demás si no es a través de sus tentáculos humanos. De esta manera, el propio avance del conocimiento humano es el camino que el Haber tiene de avanzar en sus propios conocimientos pues estos en nada se diferencian de los conocimientos humanos. Por tanto, hasta que el ser humano no se percate de que es él quien aporta la autoconciencia a la realidad, no será el Haber plenamente consciente de su propia realidad.
  3. Así llegamos al punto álgido del pensamiento humano: nos hacemos conscientes de la importancia de nuestra propia autoconciencia para el universo entero. Somos nosotros quienes aportamos a lo real una visión de sí mismo. Lo real, el Haber, es Uno; es un Todo en despliegue permanente del que nosotros formamos parte y somos el órgano de autopercepción que dicho todo posee. Yo, cuando pienso, soy el Todo que está pensando. Del mismo modo, Tú también lo eres. Todos somos una perspectiva que la realidad tiene de sí misma. Controlamos con nuestro pensamiento el pensamiento del Todo. Todos nosotros somos, sin paliativos, sin metáforas, sin excepción, DIOS mismo.

lunes, 29 de enero de 2007

AL PRINCIPIO ERA EL LOGOS

En el principio era el Logos, pero un logos aún por desarrollar, un logos en minúscula, exterior a sí mismo, auto-inconsciente, pura potencia de sí. Aun cuando sus partes estallaban y se difuminaban configurando el espacio alrededor suyo, su existencia era básicamente pobre, vacía, quasi i-lógica.
Pero en su interior estaba ya, (ya digo, ignoradamente), el propio Logos que ahora es, y que, en cierto modo, se auto-describe en esta Biblia. Llamémosle “Haber”.
¿Quiere esto decir que yo, el individuo que ha recibido el encargo de redactar estas páginas, soy el Logos, que yo soy el Haber? Sí, ciertamente. Pero también quiere decir que tú, el individuo que ahora está leyendo, también lo es. ¿Cómo es esto posible?
Desde el comienzo el Haber ha ido conquistando espacios (o, más bien, fabricándolos), conquistando nuevos tiempos (o, también, haciendo que los tiempos sean posibles). Pero esto no lo ha hecho en una sola dirección, ni en una sola dimensión. Lo real se ha ido expandiendo a lo largo de las cuatro dimensiones conocidas (tres espaciales y una temporal) y, quizá, también a lo largo de las otras siete que la teoría física de las supercuerdas preconiza. Pero estas cuatro u once dimensiones no son, en el fondo, más que una única dimensión, a saber, la dimensión espacio-temporal. Sin embargo, el Haber, cargado de posibilidades que luchaban por aparecer a la realidad, ha ido abriendo-creando nuevas dimensiones por las que ha derramado su poder. La primera de ellas fue LA VIDA.
Una piedra, una montaña, una chispa eléctrica (o un electrón mismo), una estrella, una gota de agua... son todos ellos elementos que están fundidos plenamente con la realidad. O, mejor, son ellos mismos la pura materialización de lo real. Existen, están ahí, son algo, son reales... pero ellos nada saben de sí mismos. Su ser consiste en ser pura exterioridad; sus actos son pura mecánica de acción-reacción, impulsos, cinética pura, química elemental. Su existencia, (la existencia de un bloque de mármol, por ejemplo) es ciega, fría, plana, absolutamente inconsciente. En un mundo de objetos inertes el fulgor más brillante de una estrella equivale a una absoluta oscuridad, el estruendo de una explosión galáctica es puro silencio... “Existir”, siendo algo en realidad, siendo puras cosas muertas, es casi equivalente a “no existir” (casi).
Pero lo real, sin saber cómo ni por qué, como por un impulso interior que manara de la mismísima explosión primigenia que hizo aparecer el universo en el primer instante, ha ido mezclándose, combinándose, retorciéndose azarosamente hasta conseguir aglutinar trozos de materia en un organismo... ¡vivo! Y “vivo” no significa otra cosa que “independiente”, esto es, autónomo, auto-suficiente, capaz de valerse por sí mismo, capaz de moverse impulsado por una fuerza, no ya exterior, sino interior...; “vivo” significa “libre”. Ya no es química elemental, ni cinética pura, ahora es vida. La vida (una bacteria, un liquen, una secuoya gigante...) supone ya la capacidad de ser “otro”, de vivir separado de “lo demás” y de “percibir” el mundo que le rodea. Estar vivo significa estar liberado de lo inerte, esto es, de la “inercia”. El animal (y el vegetal, aunque menos) es capaz de ver el mundo que le rodea, de sentir los estímulos de su entorno,... pero tiene una carencia fundamental, una esclavitud aún no superada: no puede verse a sí mismo. La conciencia animal es una conciencia mono-direccional o lineal ya que el ser vivo no humano, pudiendo percibir el mundo, es incapaz de percibirse a sí mismo percibiendo el mundo; ve, pero no sabe que ve; vive, pero no sabe que vive. El ser vivo aún está fundido con lo real, atrapado en la oscuridad de la inconsciencia de su propia vida... y de su propia muerte. Pero la oscura vida del animal no lo es tanto como la absolutamente negra vida de una piedra. De hecho la pequeña luz de la conciencia animal fue la abertura por donde escapó el ser humano liberándose plenamente.
Por tanto, la vida constituye una dimensión nueva del existir, un modo nuevo de ser en el mundo, una faceta nueva del Haber.
Y por ahí, como un torrente irrefrenable que va horadando todo lo que encuentra a su paso, el potentísimo Haber, continuó su camino tratando de abrir nuevas dimensiones de lo real. Y entonces surgió la que por el momento ha sido la última dimensión conocida: la autoconciencia humana.
Las “azarosas” combinaciones genéticas de la evolución, impulsadas por la misma fuerza primigenia que dio origen a la vida misma, hicieron posible que una especie (los homínidos) abrieran de veras sus ojos a la existencia y se reconocieran a sí mismos como existentes. Entonces se pronunció la frase liberadora de la humanidad: “Yo soy yo”. Es la denominada auto-conciencia o conciencia refleja. El ser humano, sin necesidad de espejo físico alguno, se ve como reflejado (de ahí el término “reflexión”) de tal modo que se reconoce a sí mismo como existente y como distinto e independiente del resto de las cosas que también existen. Y esta liberación que hace posible que se escinda lo real en dos (“yo” y lo demás, esto es, “lo no-yo”) es lo que denominamos la libertad metafísica.
El ser humano, pese a pertenecer (en cuanto materia y en cuanto ser vivo) a lo real como cualquier otro ente, ha sido capaz de liberarse de los invisibles cadenas de la inconsciencia y ha logrado así ser metafísicamente libre.
Precisamente la propia racionalidad que nos ha permitido liberarnos de la ceguera de una vida inconsciente, también nos separa de nuestros lazos férreos que nos ataban a la naturaleza haciéndonos en cierto modo “antinaturales”. Ya no somos naturaleza, y lo sabemos. Ya no tenemos naturaleza (como decía Pico de la Mirándola). Esa racionalidad que nos hace metafísicamente libres nos arroja a una vida indeterminada y abierta y nos pone en la tesitura de tener que elegir qué tipo de seres queremos ser, cómo queremos vivir. La libertad metafísica nos fuerza así a ser moralmente libres. De ahí que dijésemos que era condición sine qua non de la libertad moral. Provenimos de la naturaleza pero hemos dejado de “tener” una naturaleza en cuanto que hemos dejado de “ser” naturaleza. Ahora, la razón que nos ha liberado de la inmediatez, la razón que media entre el yo y el no-yo debe proveernos de una visión de futuro que nos indique qué queremos ser, a dónde queremos llegar. Tenemos que proyectar lo que, de ahora en adelante, queremos que sean nuestras vidas. Tenemos que hacernos a nosotros mismos.
Sin embargo, antes hemos dicho que lo real, el Haber, se escinde en dos en el momento de aparecer la autoconciencia: lo yo y lo no-yo. Y este, aún no es el último estadio de la dimensión auto-consciente en la que nos encontramos. El Haber, siendo UNO, está escindido, es múltiple puesto que múltiples son las conciencias humanas y múltiples se le muestran a estas conciencias las realidades del mundo. Es necesario abrir una nueva brecha en el desarrollo de lo real para que, no yo, no tú, sino el propio Haber se haga auto-consciente.

lunes, 22 de enero de 2007

GÉNESIS

Al comienzo de todo no había tiempo. No puede hablarse del "momento" en el que nada había porque, puesto que la nada no es nada, la nada no puede existir (no puede "haber nada"). De modo que, si quisiésemos imaginarnos cómo sería el mundo antes de haber mundo, estaríamos condenados al absurdo: antes de haber mundo no había mundo y, por consiguiente, no había tiempo. Por tanto, no puede hablarse de un momento "antes" de la existencia del mundo. Sin embargo, tampoco puede afirmarse racionalmente que, puesto que no había mundo, ni aun tiempo o espacio vacío, había nada. Eso también es imposible.
La nada no es sino una ilusión que se forma en la mente humana precisamente por el hecho de que el ser humano sabe de la existencia del mundo y de la existencia de sí mismo. El individuo humano sabe que él existe, que está vivo y sabe que, como cualquier ser vivo, del mismo modo que nació, morirá. Entonces miramos a nuestro alrededor e imaginamos qué pasaría si todo cuanto nos rodea, como si el mundo fuese un conjunto inmenso de individuos, desapareciera. Nos hacemos la idea de que todo tuviese una especie de muerte y que la realidad desapareciese... Y se aparece ante nosotros la idea fatal: ¡No habría nada! Al mismo tiempo, imaginamos cómo serían las cosas si, como sucedió con nuestro propio nacimiento, aún no hubiese nacido ninguna de las realidades del mundo. “¿Qué habría antes del nacimiento de la realidad?”, nos preguntamos. Y, de nuevo, la idea recurrente: ¡No habría nada! ¡No habría ninguna realidad! Y, llegados a este punto, alcanzamos la falaz conclusión: antes del ser, antes del mundo lo que había era “la nada”.
Pero afirmar la existencia de la nada, afirmar la existencia de la “no-existencia” es un patente absurdo. Decir “existe la nada” es un galimatías inaceptable por nuestra razón.
¿Qué había, pues, al comienzo de todo? Evidentemente lo único que podía haber es “ser”, realidad. En el mismo acto aparecieron la realidad y el tiempo, en el mismo “instante” apareció el primer instante con el primer destello de realidad. Preguntar por la existencia de algo “antes” de la aparición del tiempo y de la realidad es un sinsentido al que nuestra razón no puede acceder.
¿Podemos decir, entonces, que la realidad es eterna? ¿que ha habido ser, Haber desde hace infinito tiempo? No exactamente. Podemos decir que el ser (el “Haber mundo en vez de no haberlo”) ha existido siempre, esto es, no ha habido un momento en el que no existiera realidad alguna. Pero no podemos decir que el tiempo que podemos recorrer hacia el pasado buscando el primer principio sea infinito. El mundo, la realidad, la existencia, el Haber tiene un principio, un primer instante, un primer aparecer.
Puede pasarnos que caigamos en la falacia de preguntar “quién fue la causa de ese primer instante”, o más concretamente, “quién creó el mundo”, pero entonces estaríamos pretendiendo afirmar que antes del tiempo, antes de la aparición de lo real había algo (había un tiempo –esos instantes previos- y había una realidad –ese creador o demiurgo-); sin embargo, ya hemos dejado claro que preguntarse por ese instante anterior al tiempo o por una realidad anterior a la existencia de la realidad es un absurdo.
No nos queda otra posibilidad racional que afirmar que la realidad (unida indisolublemente al tiempo así como al espacio) surgió por sí misma, desde sí misma, sin necesidad de elementos previos que la posibilitaran. Podría decirse metafóricamente que, en una especie de suspensión atemporal, todo lo real estaba como latente (en potencia) esperando la oportunidad de mostrarse, de desenvolverse, de abrirse al mundo y asentarse como realidad.
Y fue entonces cuando, desde ese punto de infinita energía (o “infinita potencialidad”) y de pequeñez también infinita (equivalente a ausencia de espacio y de tiempo) aparece, explosivamente (Big-bang) lo real. De buenas a primeras, sin causa exterior posible desde la que surgir. ¿Dónde queda Dios o los dioses en esta historia? No lo sé. Desde luego no pueden estar antes del mundo, antes de la realidad. Lo real, la existencia, el Haber del que (los dioses, o el Dios) quizá formen parte, no dependen de dichas deidades. Son los dioses quienes, en todo caso, dependerían del mundo. Y si los dioses fuesen ajenos a la realidad... pues entonces serían no-reales, esto es, inexistentes.

domingo, 21 de enero de 2007

Presentación

Estimados congéneres:
Desde siempre el ser humano tuvo la necesidad de encontrar las respuestas a aquellas preguntas que, sin saber de dónde, le asaltaban a cada paso. Desde que el hombre tuvo la llama de la razón ardiendo en su interior quiso saber por qué debía morir, cómo debía vivir y para qué. Pero no es fácil encontrar las respuestas y sí lo es dejarse guiar por cualquiera. Desde los comienzos algunos individuos, los más favorecidos por la capacidad de la abstracción, han captado en el mundo una fuerza, unas cualidades sorprendentes y han tratado de interpretar esas señales para satisfacer aquel impulso de saber. Pero casi siempre han confundido los signos que la realidad les ha transmitido y han desviado el camino de la razón para adentrarse en los oscuros dominios de las creencias, los misterios extra-naturales, los poderes espirituales, el más allá. Las religiones, muestras inequívocas del error humano (y, muchas veces, vehículo maligno para el dominio y el control de los hombres por los propios hombres), han triunfado en todas partes y en todos los tiempos.
Pues bien, ahora me dispongo a transcribir unas páginas hace tiempo olvidadas que, por casualidad o destino (qué más da) han llegado a mi poder y con las que pueden resolverse muchas de esas preguntas ancestrales que tantos quebraderos de cabeza han proporcionado a la especie humana.
La verdad ha estado siempre ahí fuera, al alcance de cualquiera, pero ha sido ignorada porque grandes e interesados poderes fácticos en todas las épocas han desviado nuestra atención y han contaminado nuestras mentes con tradiciones antinaturales y con ideas irracionales, de modo que lo evidente se ha hecho invisible para los ojos de la mayoría.
Progresivamente iremos analizando nuestras propias tradiciones y creencias e iremos desvelando la verdad palpable que nos rodea cada día, e iremos respondiendo a esas preguntas que, inevitablemente, desde que somos capaces de vernos a nosotros mismos, no tenemos sino que hacernos.